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Por qué Feinmann está equivocado

En el miniescandalete Feinmann-TVR el invitado arengó entusiasmado a la hora de criticar a la tv, pero no tuvo tantos argumentos cuando se le pidió un modelo mejor.

«Una televisión que no trate a la gente como tarada», «poner cosas más culturales», «usar al medio para educar» fue más o menos la enumeración que desplegó ante el pedido de alternativas de programación.

A cualquiera que tenga más de 2 años y medio de edad estas ideas le sonaran familiares, no son del cuño de JPF. De hecho, un texto de ¡1968! ya las menciona, pero para refutarlas como viejas y, sobre todo, imposibles de implementar.

Busqué ese texto en la web y no está, así que me tomo el trabajo de reproducirlo apenas condensado para que las generaciones futuras lo linkeen cuando aparezca otro Feinmann bregando por una «tv cultural».

El trabajo se llama «Dos factores psicológicos en la conducta del público de los medios masivos de comunicación» y es de Gerhart D. Wiebe (nada que ver con nuestro deglutidor mayor de bichos). Fue publicado en español en el libro «La comunicación de masas», una recopilación de textos de Heriberto Muraro publicada por el Centro Editor de América latina en 1978:

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Se puede introducir el problema principal que exploraremos aquí remitiéndose a dos observaciones habituales. La primera es que en Estados Unidos la emisión de los medios masivos de comunicación genera públicos enormes. La segunda es que el contenido de programas populares es generalmente considerado por miembros de la comunidad intelectual como ligero, superficial, trivial, y en algunos casos como vulgar y hasta dañino.

Los servicios de rating documentan regularmente la notable magnitud de los públicos, y los críticos y estudiosos deploran el calibre del contenido de los programas con igual regularidad. La situación es documentada y deplorada, pero no explicada. Las implicaciones para los difusores masivos dedicados a la enseñanza, las artes y la religión son serias y desconcertantes. Los medios masivos de comunicación parecen abrir el camino del refinamiento intelectual, cultural y espiritual para millones, pero estos millones eluden el esclarecimiento ofrecido, prefiriendo lo ligero, lo superficial, lo trivial.

El problema es familiar. También lo son diversas recetas para un mejoramiento. Se aduce con frecuencia que los gustos mejorarían si la gente recibiese programas de tono elevado. Sin embargo, los antecedentes son desalentadores. Piénsese, por ejemplo, en los treinta y tres años de historia de conciertos dominicales vespertinos de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, transmitidos por la Columbia Broadcasting System sin patrocinio comercial durante veintiseis de esos años. Pese a una vigorosa promoción, buen horario (mantenido durante veintiún años sin modificaciones) y excelente producción, el público de estos conciertos no aumentó. Sus ratings se mantuvieron, con alguna variación, en alrededor de un tercio de los que alcanzaban numerosas series policiales comunes, y en alrededor de un quinto del popularísimo Radioteatro Lux. Pueden citarse ejemplos similares en otras áreas de contenido. Evidentemente, la oportunidad no basta.

De acuerdo con otra propuesta encaminada a mejorar el gusto del público, se ofrecerían únicamente programas de alta calidad intelectual, moral y artística durante un período suficiente como para que el gusto basado en el discernimiento se hiciese habitual y normativo. Esta propuesta, como la anterior, resulta dificultosa a la luz de la experiencia. Al cabo de unos veinte años de programación controlada exclusivamente por la BBC, llegó a Inglaterra la televisión comercial. Con ella llegaron de Estados Unidos algunas series de entretenimiento comercial que, de acuerdo con la hipótesis en cuestión, deberían haber hallado una muy fría recepción. Pero no fue eso lo que ocurrió.

Tal vez la más minuciosa y autorizada documentación de la avidez de los norteamericanos por hallar diversión ligera en la televisión se encuentre en el libro del doctor Steiner «The People Look at Television». Steiner estudió tanto las actitudes hacia la televisión como la conducta televisiva concreta de los mismos entrevistados. Comprobó así que la gente expresaba verbalmente más interés por una buena programación que la demostrada por su conducta televisiva. Y también que, si bien los entrevistados que tenían educación superior diferían, como era previsible, de los menos cultos, el grado de diferencia era notablemente reducido. Por ejemplo: durante períodos en los que se ofrecían simultáneamente entretenimiento cultural, programación de información pública y entretenimiento ligero, una distribución fortuita del público asignaría el 33% a cada tipo. Dado que la mayor parte del tiempo predomina el entretenimiento ligero, la simultánea accesibilidad a los tres tipos constituye una oportunidad poco habitual para que aquellos cuyo gusto se basa en el discernimiento sintonicen programas de calidad. No obstante, aun durante estos períodos, el 40% de quienes tenían educación superior eligieron el entretenimiento ligero. En general, hay una tendencia hacia una relación inversa entre la magnitud del público y el mérito cultural del programa.

Esta observación no es peculiar de nuestra época ni está limitada a los medios masivos de comunicación radiotransmitidos. Al introducirse la imprenta en el siglo XV, los tesoros del saber, hasta entonces severamente restringidos, fueron en adelante tan vastamente accesibles como la capacidad de leer y escribir. Pero en vez de aferrar las oportunidades de esclarecimiento sin precedentes, el público demostró, desde las primeras décadas de la imprenta, avidez por lo ligero, lo superficial, lo trivial; y podría agregarse, por lo escadaloso, lo sedicioso y lo vulgar. H. A. Innis cita en «Empire and Communication» una observación hecha en el siglo XVII, según la cual «el folleto más liviano es hoy en día más vendible que las obras de los hombres más eruditos». Esta pauta parece incluso preceder a la imprenta. Se manifiesta un ejemplo anterior a Gutenberg en la relación del juglar ambulante con la apetencia del público por mensajes que ofenden el gusto refinado. Este curioso paralelo podrá ser explorado en otra ocasión.

Comparto la preocupación expresada por músicos, científicos, poetas, dramaturgos, pedagogos, teólogos, críticos y otras personas de similar nivel intelectual en cuanto al manifiesto desperdicio y pérdida de oportunidades en la preferencia generalizada por lo trivial. Pero ya no creo que lo que se ha denominado «la predilección por la basura» pueda remediarse mediante exhortaciones académicas ni tratando de enseñar el buen gusto ni aumentando el presupuesto de las ofertas culturales. La mayor esperanza de comprender este problema -y luego, tal vez, mejorar la situación en cierta medida- parece residir en plantear la hipótesis de que la conducta observada tiene utilidad psicológica positiva. Si se puede identificar esta utilidad, es posible que, según aprendamos a comprenderla, podamos aplicar este conocimiento al bienestar general. Siguiendo este camino he dejado de lado observaciones referentes a los medios masivos de comunicación mismos, abordando en cambio las pautas de conducta psicológica y sociológica que son independientes de dichos medios.

Se analizarán dos de estas pautas. Ambas demuestran contribuir a una comprensión teórica de la conducta del público de los medios masivos de comunicación. La primera es la manifiesta dificultad con que los seres humanos adquieren el concepto del otro. Con «el otro» me refieron simplemente a una persona que no es uno mismo.

RENUENCIA A ENCARAR AL OTRO

Empezamos con los descubrimientos relativos al egocentrismo infantil. Aquí se utiliza el término «egocentrismo» no en el sentido peyorativo de egoismo o vanidad, sino simplemente como referencia no valorativa a la preocupación centrada en sí mismo. El psicólogo Piaget ha contribuido mucho a nuestra comprensión del egocentrismo infantil. Sus ingeniosos experimentos indican que para el bebé, cuando se oculta de su vista un objeto que está mirando, éste no está solamente escondido, sino que cesa de existir. Hace falta un proceso de aprendizaje para que el niño reconozca que los objetos y personas ocupan concretamente espacio y existen como entidades permanentes y sustanciales.

La preocupación inicial del niño consiste en autodescubrirse y autoprotegerse. Es evidente que el éxito de este aprendizaje temprano depende de la solicitud de la madre o del sustituto de ésta, pero la relación no es recíproca. El bebé plantea exigencias al exterior, y manifiestamente percibe los objetos y personas que constituyen el exterior como cosas efímeras entre las cuales busca satisfacción a sus necesidades; primordialmente alimento y abrigo. La obra del psicoanalista René Spitz documenta dramáticamente la dependencia del proceso de maduración respecto de un cuidado constante y solícito. Opino, sin embargo, que los psicólogos especialistas en desarrollo han tendido, hasta hace poco, a subestimar la orientación unilateral, posesiva de la interacción del niño pequeño con el exterior.

Es preciso reexaminar el concepto tradicional de amor recíproco en la relación madre-hijo durante el primer año. Las comprobaciones efectuadas sugieren que en el proceso normal de maduración durante el primer año, no se puede decir que el niño perciba a otra persona como un otro individual, autónomo. Spitz ha informado recientemente acerca de experimentos que indican que la atesorada reacción sonriente, observada alrededor de los seis meses, es suscitada igualmente por la madre o un extraño, hombre o mujer, viejo o joven, incluso por una persona enmascarada, mientras que el rostro que se presenta al bebé sea animado y se presente al derecho.

El período crítico en el cual el bebé depende del cuidado solícito de un determinado individuo durante la última parte del primer año, parece deberse principalmente a una necesidad de estímulo y alimentación según modos habituales, mientras ejercita sus tempranos y precarios intentos de encarar un exterior insustancial.

Más tarde, se arriba a una serie de comprobaciones sobre niños de seis años, expuestas por Piaget. Éste observó y luego estudió lo que denominó lenguaje egocéntrico en niños de seis años. Divide el discurso egocéntrico en tres grupos: repetición, monólogo y monólogo colectivo. El elemento en común de estas tres categorías es que el habla no se dirige a nadie. Aunque a veces la presencia de otros parece actuar como un estímulo de tipo general, es evidente que el niño, durante el discurso egocéntrico, no se dirige concretamente a otras personas. Más bien parece hablar «por encima de ellas».

Piaget comprobó que algo más de un tercio del habla de los niños de seis años por él estudiados correspondía a esta categoría de lenguaje egocéntrico. O sea que, incluso en grupos de niños de seis años, donde el lenguaje parecería ser de modo tan evidente un instrumento de la interacción, gran parte de la conducta contradice esta previsión, y sólo de manera inconstante se observa conciencia del otro.

Más recientemente, la obra del doctor Melvin H. Peller, que se basa en la de Piaget, indica que la capacidad de asumir diferentes perspectivas sociales se desarrolla sólo gradualmente, que se correlaciona con la edad cronológica y que su medición, que todavía no es exacta ni mucho menos, bien puede resultar un índice importante de maduración psicológica.

Estas comprobaciones de la psicología del desarrollo documentan el surgimiento relativamente lento del concepto del otro, en contraste con el precoz desarrollo observado en lo que podría llamarse el logro unilateral de la autoexpresión y gratificación de necesidades.

Conceptos tales como coparticipación, mutualismo, relaciones recíprocas, empatía, servicio, interacción -conceptos positivamente valorados, incesantemente subrayados en el proceso de socialización- remiten, al ser examinados, a procesos bastante sofisticados, psicológicamente exigentes, que requieren un sentido bien desarrollado del otro. Son procesos esencialmente sociales que requieren renunciar a, o al menos inhibir, la arraigada estructura egocéntrica inicial.

¿Cómo se relaciona este sentido del otro, tardíamente desarrollado, con la conducta referente a los medios masivos de comunicación? La relación parece muy directa cuando se recuerda que dichos medios, por definición, eliminan al otro. Los medios masivos de comunicación presentan símbolos impresos, sonidos o imágenes, pero nunca personas. Restablecen la oportunidad de disfrutar de la estructura inicial de tomar sin allanarse a las necesidades recíprocas del que da. Ofrecen inmediata gratificación de las necesidades «sin pagar los vidrios rotos». Proporcionan la sensación de experiencia sin la adaptación requerida por la auténtica participación. Se puede llorar o reir u odiar o temer y eludir la necesidad de reconocer la existencia física y las exigencias recíprocas de los otros, que suscitan la emoción. Los medios masivos de comunicación permiten a un individuo del público reasumir la postura infantil observada por Piaget, en la cual el estímulo, una vez fuera de la visión, deja de existir. La realidad, en cambio, está constituida por personas y cosas que resisten, reaccionan, invaden, exigen. No es raro entonces que cuando la gente está cansada, frustrada y atosigada, recurra a los medios masivos de comunicación, donde las personas y las cosas son efímeras… como alguna vez lo fueron para cada uno de nosotros. Es característico del contenido de los medios masivos de comunicación populares el hecho de que maximizan la gratificación inmediata de las necesidades, minimizan el esfuerzo intelectual y excusan al individuo en tanto público de reconocer a un otro sustancial.

Pero la cuestión planteada parece remitir tanto a los emisores como a los públicos. Los emisores tienden a considerar cumplida su misión una vez lanzado su mensaje. Casi nunca son investigadas las consecuencias. Es posible que esta arraigada renuencia a encarar al otro influya tanto en la conducta del sector emisor como del sector receptor de los medios masivos de comunicación.

Suele decirse que los medios masivos de comunicación ponen a las personas en contacto entre sí. Debemos ser más literales. Los medios masivos de comunicación transportan solamente símbolos. No reúnen personas. Por el contrario, se interponen entre ellas. Acaso estimulen una reacción subsiguiente, pero no la proporcionan ni pueden hacerlo.

Esta es la primera idea que parece merecer un estudio minucioso. La soltura en la interacción personal llega en un momento tardío de la secuencia de desarrollo. El fenómeno de hablar por encima de la gente y no con ella es familiar. Las fricciones interpersonales abundan en la vida adulta. El hecho de que los mensajes de los medios masivos de comunicación ofrezcan la ilusión de interacción común junto con la inmunidad respecto del otro parece vincular un factor psicológico básico con la conducta del público de los mismos medios.

TRES ASPECTOS DE LA SOCIALIZACIÓN

El segundo planteo se relaciona con el proceso de socialización, y en especial con las resistencia del individuo a este proceso.

Eugene y Ruth Hartley han definido la socialización como «el proceso a través del cual un individuo pasa a ser miembro de un grupo social dado». La identidad del «actor» y del que «sufre la acción» en este proceso está clara. El grupo exige; el individuo se adapta. Pero cada ser humano tiene tendencias inherentes, pautas innatas, que encaminarían el crecimiento de modos diferentes a los que realmente se verifican si este crecimiento no fuera influido por los requerimientos del grupo.

De esto se desprende que el proceso de socialización no moldea simplemente materia inerte. Es, en cambio, la modificación y cambio de un sistema dinámico, apartándolo del rumbo que, de lo contrario, seguiría. Socialización es alteración de energías en movimiento, y cuando se altera la dirección de la energía en movimiento, se tropieza con resistencia. Esta resistencia a la socialización es familiar, pero ha recibido bastante poca atención por parte de los psicólogos sociales, salvo como un inconveniente que debe ser resuelto a fin de proseguir con la tarea esencial de calificar a un individuo para la pertenecia a un grupo.

Ejemplo típico de socialización es el padre adiestrando al hijo. El cambio del niño hacia una conducta normativa es visto como el contenido esencial de la socialización. Desde el punto de vista del niño, sin embargo, el proceso de socialización es una serie de derrotas y cesiones en las cuales lo que él quiere hacer debe someterse a lo que se requiere de él que haga. En una buena relación padre-hijo, el sacrificio del niño es compensado en cierta medida mediante elogios y otras recompensas. Aun así, no obstante, el proceso, visto por el niño, es coercitivo. Se inhibe el impulso. Se modifica la espontaneidad. El individuo debe adaptarse a lo que prescribe el grupo.

Sería en verdad notable si todas estas concesiones, sustituciones, sumisiones, cambios, renuncias a que se ve sometido el ser humano en crecimiento en el curso de la socialización, no originan una profunda y persistente pauta de oposición. La conducta que encuadra en estas previsiones es, por supuesto, conocida. Además de su franca oposición a la conducta prescrita, los pequeños se refugian y se recuperan mediante represalias secretas contra las figuras de la autoridad. En la soledad y con sus iguales, en conductas tanto manifiestas como simbólicas, en sus juegos y su fantasía, los niños mitigan las incomodidades del proceso de socialización y hacen más tolerables las derrotas por medio de imaginarias salvaciones de su imagen.

Desde el punto de vista del niño, puede verse la socialización como tres tipos de conducta. La primera incluye el aprendizaje, el perfeccionamiento en la dirección de la conducta prescrita. La segunda incluye la conducta relativamente estable, aceptable, cotidiana en el nivel de socialización logrado. La tercera incluye los contragolpes de represalia, mitigación e indemnización recién analizados. Estas tres fases de la socialización pueden ser descritas como directiva, protectiva y restaurativa. Por conveniencia, estas clasificaciones serán utilizadas como si se refiriesen a categorías separadas. En realidad las veo como zonas de un mismo proceso.

El proceso de socialización es inconcebible sin comunicación. Merton llama a la comunicación, instrumento del proceso social. Si contemplamos la socialización en términos de los mensajes involucrados, los aspectos directivo, protectivo y restaurativo de la socialización aparecen claramente identificables en tres categorías correspondientes a mensajes.

Los mensajes directivos provienen de figuras de autoridad. Ordenan, exhortan, instruyen, persuaden, instan en la dirección del aprendizaje, de nuevas interpretaciones que representan avances en la estimación de las figuras de autoridad. Los mensajes directivos requieren un esfuerzo intelectual sustancial y consciente por parte del que aprende.

Los mensajes protectivos incluyen todos los mensajes cotidianos enviados y recibidos en la tarea habitual de vivir. Requieren relativamente poco esfuerzo intelectual consciente.

Los mensajes restaurativos, inclusive las fantasías individuales, son aquellos con los cuales el individuo se alivia del esfuerzo de adaptarse de la fatiga de conformarse. Proporcionan un respiro para la reafirmación del impulso. El niño, aparentemente con perversa precocidad, articula sus mensajes restaurativos cuando vocifera, se queja, se burla, provoca, desafía, dice palabras prohibidas y representa jubilosamente fantasías crueles y destructivas.

El proceso de la socialización se concentra en la infancia y la primera juventud, pero continúa en la sociedad adulta. Muchos elementos de la conducta del público de los medios masivos de comunicación parecen encuadrar en una pauta coherente si se los contempla como respuestas a mensajes directivos, protectivos y restaurativos, en el contexto de la socialización adulta.

Al iniciar esta exploración debemos diferenciar entre la finalidad que el emisor asigna a un mensaje y las finalidad que realmente cumple para el receptor. Los comunicacdores tienden a hablar primordialmente en términos de la intención del emisor. Pero el siguiente análisis se presenta, en gran parte, en términos de la reacción del receptor. Sin duda alguna, no se puede presumir como idénticos a ambos puntos de vista. Nos referiremos con frecuencia a un mensaje que se piensa como directivo, pero se recibe como protectivo, o a otro que se piensa como protectivo, pero se recibe como restaurativo.

MENSAJES DIRECTIVOS DE LOS MEDIOS MASIVOS DE COMUNICACIÓN

Los mensajes directivos requieren aprendizaje, conducta modificada, nuevas diferenciaciones, percepciones refinadas. Tales respuestas exigen que el neófito invierta esfuerzo intelectual. En la infancia, estos cambios tienen lugar habitualmente, ya sea en el hogar, la iglesia o la escuela, en una disciplinada relación cara a cara. Esta pauta parece extenderse más allá de la infancia. Admitida la existencia de una minoría excepcional con motivación insólitamente elevada, parece ser cierto que la gran mayoría de las personas no alcanzan niveles espirituales, artísticos o intelectuales más elevados sino dentro del contexto disciplinado de una disciplinada relación alumno-maestro.

Los medios masivos de comunicación no ofrecen tal relación. Sin duda pueden complementar y enriquecer el proceso de aprendizaje. Pero no encuentro indicios de que susciten por sí mismos un aprendizaje sustancial en las bases de una sociedad, presumiblemente porque la mayoría de las personas se niegan a invertir el esfuerzo intelectual requerido sin la presencia de una figura de autoridad. Esta generalización halla un vigoroso respaldo en el libro de Wilbur Schramm, «The New Media», publicado en 1967. En su examen de la educación por radio y televisión en muchos países, Schramm reseña 23 proyectos. Expone muchas razones para el fracaso o el éxito. Pero en ningún caso informa que se haya logrado éxito en ausencia de una relación directa entre el educando y un maestro, monitor, padre u otra figura de autoridad comparable.

Cuando un individuo ha adquirido un elemento de aprendizaje dentro de tal situación estructural, es posible que ingrese voluntariamente en los límites del público de emisiones que incorporan los conceptos y percepciones recién adquiridos; pero, entonces, experimenta dichos programas como mensajes protectivos en lugar de directivos.

MENSAJES PROTECTIVOS DE LOS MEDIOS MASIVOS DE COMUNICACIÓN

¿Quién, pues, entre el público general, sintoniza mensajes de los medios masivos de comunicación destinados a educar, a elevar, a presentar nuevas percepciones sustanciales, a refinar? Si bien tales programas no tiene públicos muy vastos, hay quienes los sintonizan. En grado sustancial, la respuesta parece residir en una observación habitual: que la gran mayoría de quienes sintonizan programas religiosos son ya religiosos. La mayoría de aquellos que sintonizan una serie científica comprenden ya la ciencia más o menos en el nivel presentado en esa serie. Creo que fue Paul Lazarsfeld el primero en documentar esta pauta del público de los medios masivos de comunicación, hace años, cuando comprobó que el público de una serie radial titulada «Todos norteamericanos, todos inmigrantes», cambiaba significativamente de uno a otro programa, ya que cada grupo de nacionalidad tendía a sintonizar el programa referido a él mismo, pero escuchaba con menos fidelidad los programas referidos a otros grupos nacionales, donde se habría logrado un mayor aprendizaje. Así, dada una gama de opciones, los públicos de los medios masivos de comunicación, a través de un proceso autoselectivo, tienden a convertir mensajes directivos en mensajes protectivos.

Formulado de otro modo: dada una situación permisiva con alternativas disponibles, la gente elude el esfuerzo intelectual requerido por una auténtica situación de aprendizaje, prefiriendo mensajes que reseñan o embellecen o elaboran lo que ellos ya saben. Esto es, en esencia, lo que hacen los programas protectivos. Los programas de noticias servirán como prototipo de los mensajes protectivos en los medios masivos de comunicación. Están destinados a ampliar o actualizar la información que posee el miembro del público acerca del mundo que éste ya conoce, y en general parecen cumplir esa función. No requieren un esfuerzo intelectual disciplinado.

Hay otro modo en el cual los mensajes destinados a ser directivos pasan a cumplir una función protectiva. Los especialistas en psicología infantil saben desde hace mucho que los niños, al recibir programas destinados a adultos, perciben lo que están preparados para percibir, pero se pierden muchas cuestiones que a los adultos les parecen muy evidentes. Mi hipótesis es que esta misma pauta persiste en públicos adultos, de modo que al escuchar un programa de noticias, una arenga política o un sermón, la gente oye lo que puede situar cómodamente en el contexto de su conocimiento actual y muy poco más. [..]

MENSAJES RESTAURATIVOS DE LOS MEDIOS MASIVOS DE COMUNICACIÓN

¿Y la categoría restaurativa? El equivalente adulto de la protesta y la represalia infantiles contra las figuras de autoridad se presenta espontáneamente -y manifiestamente de modo inevitable- como un antídoto para las limitaciones de la vida organizada. La mímica, la caricatura, la pantomima, la sátira, las habladurías, las baladas procaces, los versos maliciosos, el humor intencionado, las representaciones teatrales escandalosas, eran mensajes populares antes de la época de Gutenberg. Se han manifestado de modo persistente en toda la historia, resistiendo a pie firme los más decidos intentos de suprimirlos. Sus equivalentes en el contenido de los medios masivos de comunicación colman nuestras previsiones para los mensajes restaurativos y ofrecen sólido respaldo a la hipótesis de que el aspecto restaurativo de la socialización es atendido en abundancia -aunque no, por supuesto, de modo exclusivo- por los tipos de contenidos de los medios masivos de comunicación que tan deplorables parecen a quienes tienen gustos basados en el discernimiento.

Los mensajes restaurativos en los medios masivos de comunicación ofrecen crímenes, violencia, desacato a la autoridad, riqueza súbita y gratuita, indiscreción sexual, libertad respecto de las restricciones sociales. Los temas de estos popularísimos mensajes de los medios parecen constituir un compuesto recíproco de los valores acentuados en la socialización adulta.

Dado que la esencia misma de los mensajes restaurativos es la represalia simbólica contra el sistema establecido, queda claro el efecto probable de los bienintencionados planes de quienes proponen cánones elevados para «mejorar» el contenido popular restaurativo. Saquemos la violencia, decimos, y sustituyámosla por el tema de la solución cooperativa de los problemas. La esencia restaurativa queda eliminada y se sustituye por un contenido directivo. La utilidad psicológica del mensaje es alterada y reducida en consecuencia.

Como se observó antes, los mensajes destinados a ser directivos son percibidos a menudo como protectivos. Hay un mecanismo similar que se presenta respecto de las categorías protectiva y restaurativa. Se supone que los mensajes noticiosos, por ejemplo, informan al público sobre acontecimientos importantes, de modo que los miembros del público estén en mejores condiciones para mantener una clara visión del mundo en el que viven. Pero si examinamos los contenidos de los programas noticiosos o de los periódicos, es difícil eludir la conclusión de que otros criterios se han incorporado también al cuadro. Crimen, escándalo, deportes, accidentes, incendios, historietas… categorías como éstas reciben más atención que la justificada aparentemente por su verdadera importancia en lo que respecta a moldear nuestro concepto de la realidad en que vivimos. Opino que es posible comprender mejor su prominencia viéndolas como mensajes restaurativos en un formato protectivo.