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Vuelve a escribir «El Moralista»

A la primera carta de El Moralista se le suma ahora otra:

Me disponía a viajar, como lo hago todos los días, en el tren subterráneo para dirigirme a la Confitería Richmond a merendar un té con escons, cuando noté algo extraño: el clima de este medio de locomoción no era el de todos los días.

La primera señal de alerta la tuve cuando ví a un señor de tez morena (arriesgaría salteño o jujeño) confundido frente al molinete electrónico sin saber como introducir la tarjeta. El pobre infeliz probaba en todas las posiciones posibles, menos en la correcta. Luego de observarlo un rato, me apiadé de él y lo ayudé a pasar. «Gracias abuelo», me respondió el insolente, ignorando que apenas tengo 73 y soy soltero, «pasa que es la primera vez que estoy en Buenos Aires. Vine por las vacaciones de invierno» (tal vez agregué mas eses de las que él pronunció). Lo dejé con la palabra en la boca porque ahí pude caer en la cuenta del ominoso período que nos espera durante el próximo medio mes: ¡Empezaron las vacaciones de invierno!¡Los porteños ya no tendremos paz!

Claro, las plagas continuaron: una obesa pajuerana taponaba la escalera mecánica porque temía subirse a ese, intuyo yo, «dragón de metal», inhallable en sus pagos con nombre comenzado con Villa o con San, donde lo único metálico son las bombillas del mate.

Otra familia de las provincias se fotografiaba sin pudor en el vagón. ¿Sería tan éxotico para ellos el ferrocarril bajo tierra que merece ser inmortalizado? En septiembre nadie se saca fotos en el subte, mascullé. O no me oyeron o hablan en mapuche porque ni se inmutaron.

Ya en Florida, debí sortear una serie mayor que la acostumbrada de payasos y otro tipo de travestidos salidos de las escuelas de teatro, que repartían volantes con una voz aguda o en falsete. Un hombre-esponja me persiguió como una cuadra para invitarme a la obra que protagonizaba (¿a quién se le ocurre ver una obra protagonizada por una esponja?).

Finalmente, en la Richmond, la tranquilidad que se vive todos los días se vio quebrada por un grupo de padres con mocosos con la cara pintarrajeada que probablemente venía de ver alguna obra de Elvira Romei, Marcelo Marcote, el Pato Carret o algún otro ídolo infantil (por suerte ignoro la cartelera para gente menuda). Sus alaridos impedían que me concentrara en la lectura de «La Prensa». Le pedí a Osvaldo (mi mozo) que los echara, pero me dijo que eso era imposible. Su poca voluntad redujo de 75 a 50 centavos la propina.

Señor Telerman, sé que el turismo es una fuente de ingresos importante para la Ciudad de Buenos Aires, pero ¿no va siendo hora de que empecemos a ejercer el derecho de admisión que nos corresponde?

Saluda a Vd atte.

El Moralista