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Lo que faltaba: el intelectual mediático

Primero aparecieron los mediáticos puros. Inútiles de diverso origen que se valen del escándalo, parentescos o alguna extravagancia para triunfar en los medios. El objetivo de hacerse famoso no repara en las vías para conseguirlo. Celebridades con llama que dura lo que un fósforo o, si tienen el ingenio para reincidir, lo que una caja de fósforos, son material descartable de la peor estofa que alimenta barato la tele de cada día.

Después fue la hora del periodista mediático. «La información es aburrida», es su credo. Cocinero inseguro de sus artes, decora el plato con la fe de enriquecer así sus sabores. Con una manzana en la mano, una escenografía o un disfraz apuesta a que si no interesa lo que dice al menos sea capaz de entretener. A diferencia de los mediáticos puros, se engaña a sí mismo y a sus seguidores, su frivolidad es peor. Pero de este modo se han construido largas y hasta prestigiosas carreras.

El tercero en llegar fue el documentalista mediático. Contra la definición de su trabajo, resignó su papel de observador y cruzó frente a la cámara para transformarse en protagonista. Se documenta a sí mismo demostrando su hipótesis, con lo que transforma al género en una verdad de perogrullo. Con la misma bandera que los otros mediáticos, su principal batalla es contra el tedio. La edición hace el resto: elimina lo que no seduce y muta sus acciones en actos heroicos.

Y ahora, el último bastión ha sido conquistado. Le llegó la hora al intelectual. El intelectual, que confía en la palabra como herramienta y en el argumento como construcción. El intelectual, que antepone la idea, que privilegia el pensamiento y hasta desprecia su banalización. El intelectual, que se sabe liberado del humor del rating para pensar. Ahora la pantalla también conquistó al intelectual. El nuevo intelectual mediático tiene su borrador en el lúcido Christopher Hitchens, que decidió alimentar a las audiencias con un show morboso. Se sometió a una prueba de «asfixia simulada» como la que practica la CIA para comprobar si es un método de tortura o, apenas, un sistema de interrogatorio extremo. Su hipótesis era esta última y, después de poner su cuerpo en la experiencia, admitió haber sido torturado.

La prueba tiene los mismos rasgos mediáticos que su variantes light: el subrayado de la primera persona, el entretenimiento, la falta de contexto y de motivos, la subordinación a la imagen. Pero empeorado, otra vez, porque elige un tema sensible como la tortura, lo frivoliza y lo subjetiviza. Así, el waterboarding no es «un modo de tortura», es tortura «para Hitchens». Alguien podría repetir su experiencia y sostener lo contrario. Este modelo de fundamentación in situ podría extenderse a la esclavitud o la pedofilia.

El mayor problema de que demostrar sea equivalente a mostrar es que se apela al teleespectador pretendiendo convecer al ciudadano. En el corazón de esa falacia está la verdadera perversión del intelectual más que en su vanidad o su ligereza.