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Rebelde con pico de oro – El Malpensante.com

Una introducción a Christopher Hitchens
Martin Amis

¿Qué significa ser un rebelde? En el prólogo del libro The Quotable Hitchens, el autor de La viuda embarazada construye una definición a partir de los rasgos más polémicos e irreverentes de su gran amigo Christopher Hitchens.

“La elocuencia espontánea me parece un milagro”, confesó Vladimir Nabokov en 1962. En el prólogo de Opiniones contundentes (1973) retoma esta idea de forma más personal: “Nunca le he dado a mi audiencia un trozo de información que no haya preparado anteriormente con una máquina de escribir… mi tosecilla y mis risas vacilantes en el teléfono hacen que las personas que llaman de larga distancia dejen de hablar en su inglés materno para hacerlo en un francés patético”.

”En las fiestas, si intento entretener a las personas con una buena historia, debo retroceder cada dos frases para agregar o borrar cosas… nadie debería pedirme que me someta a una entrevista… lo intentaron al menos dos veces en el pasado, una de ellas con grabadora incluida; cuando devolvimos la cinta y terminé de reírme supe que nunca más en mi vida repetiría una actuación semejante”.

Nosotros simpatizamos con él. Y la mayoría de las personas que pertenecen a la especie literaria desearían incluirse en algún lugar de la escala de Nabokov: “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño”.

El señor Hitchens no es así. Puede que precisamente él invierta el paradigma de Nabokov: piensa como un niño (sus juicios son mucho más instintivos y morales-viscerales de lo que parecen, y están animados por el escrúpulo infantil de lo que se siente justo y verdadero), escribe como un autor distinguido y habla como un genio.

Gracias a esto Christopher es uno de los retóricos más intimidantes que el mundo ha visto. Lenin solía presumir diciendo que su objetivo en el debate no era la contradicción y la posterior refutación, sino la destrucción de su interlocutor. Ésta no es la política de Christopher, pero sí lo que hace en la práctica. Con su gran cantidad de referencias y precedentes geohistóricos, es casi como si fuera Google. Pero Google, con sus diez millones de resultados en 0.7 segundos, no es más que un idiot savant; el motor de búsqueda de Christopher está mucho mejor afinado. No importa cuál sea el tema, yo lo apoyaría en un debate contra Cicerón o Demóstenes.

El hábito de decir las palabras apropiadas en el momento preciso tiende a ser relegado a la categoría de réplica impertinente. Pero el desaire, la respuesta rápida, cuando es precisa, da un falso sentido de finalización. Se dice algo, tan rápido como un relámpago, y ése parece el final de las cosas. Me he dado cuenta de que las respuestas más memorables de Christopher se quedan en el aire, resuenan y eventualmente se combinan como los movimientos en una partida de ajedrez. Una noche, hace cerca de cuarenta años, le dije: “Sé que desprecias todos los deportes, ¿pero qué tal una partida de ajedrez?”. Con una mezcla de perplejidad y diversión, me acompañó en los 64 cuadros. Dos cosas salieron a la luz. Primero, no se mostró combativo en absoluto, no ofreció ninguna resistencia (porque se trataba de un juego y en eso la honestidad es lo único que realmente importa). Y segundo, mostró una tierna indiferencia ante el sentido común. Esto lleva a una reflexión paradójica.

En Estados Unidos y el Reino Unido hay excelentes comentaristas que usan el sentido común mucho más de lo que Christopher lo haya utilizado jamás (en Londres tenemos un columnista con un título de caballero muy merecido, en el que siempre pienso con admiración como sir Sentido Común). Pero es difícil amar el sentido común y lo más representativo de Christopher es que es amado. Lo que amamos es la inestabilidad fértil, la agitación de lo inesperado, y Christopher siempre viene del otro lado de la cancha. Él no es un orador plano. No es, repito, un hombre plano.

De eso dan fe las docenas de frases inolvidables que ha soltado espontáneamente a lo largo de años. He aquí tres de ellas:

1. Estaba en televisión por segunda o tercera vez en su vida (si excluimos el programa de concurso University Challenge), es decir, a mediados de los años setenta, cuando Christopher tenía unos 25 años. En esa época éramos amigos cercanos (y colegas en el New Statesman), pero recuerdo haber pensado que nadie que se viera tan bien en matiné tenía derecho a ser tan excepcionalmente elocuente en pantalla. En un momento de la conversación, Christopher salió con uno de sus lirismos políticos, una ornamentada pero inteligible definición de (creo) soberanía nacional. Su anfitrión –también un matón con las palabras– se detuvo, frunció el ceño y dijo con escepticismo y sinceridad impotente: “No entiendo una palabra de lo que está diciendo”. “No me sorprende en lo más mínimo”, dijo Christopher, y cambió de tema.

2. Todos los escritores que lo conocen quedan fascinados, no solo como amigos sino como novelistas. La réplica que estoy a punto de citar (cada una de sus palabras) me parece tan epifánicamente devastadora que la puse en una novela –sí, yo puse a Christopher en una novela–. Mutatis mutandis, Christopher “es” Nicholas Shackleton en La viuda embarazada.

Era 1981. Estábamos en un pequeño restaurante italiano en el oeste de Londres, donde pronto nos acompañarían nuestras futuras primeras esposas. Dos hombres elegantes vestidos con trajes de talle bajo esperaban un grupo grande de personas y se quejaban interminablemente con el personal para que reorganizaran las mesas, tanto que era imposible para nosotros ignorarlos. Era una época en la que había mucha conciencia de las clases sociales (porque el sistema de clases estaba muriendo); Christopher y yo éramos cándidos bohemios de clase media baja, y los dos jóvenes eran miembros vulgares de la baja nobleza (tenían el aire de aquellos que esperan con estoicismo épico la muerte de sus parientes mayores). Al fin, uno de ellos se acercó a nuestra mesa y hundió suavemente su cadera en el sillón, mientras hacía un puchero bajo las finas hebras de su flequillo. La forma de agacharse, el flequillo y el puchero claramente habían funcionado muchas veces para convencer a otros de hacer su voluntad. Después de una pausa coqueta dijo: “Nos van a odiar por esto”, a lo que Christopher respondió: “Ya los odiamos”.

3. Por último, nos trasladamos a 1999. Para ese momento Christopher y yo habíamos conseguido nuevas mujeres y ganado tres niños más (para un total de ocho). Era media tarde en Long Island, y teníamos un plan que con seguridad nos proporcionaría placer: buscábamos la película más violenta posible. Al final nos acercamos a un multiplex en Southampton (tristemente reducidos a Wesley Snipes). Yo dije: “Nadie ha reconocido a Hitch por lo menos en diez minutos”.

¿Diez? Veinte minutos. Veinticinco minutos. Y a medida que se prolongaba la situación más me molestaba. No dejaba de pensar: “¿Qué les pasa? ¿Qué pueden sentir, qué pueden saber si no pueden reconocer a Hitch?”.

Frente a las puertas del teatro había un viejo norteamericano vestido de colores dulces y extrañamente apoyado en un hidrante. Con sus manos temblorosas levantadas en un gesto italiano, le dijo débilmente: “¿Usted nos ama o nos odia?”. El viejo no se refería a la humanidad o a Occidente, se refería a Norteamérica y los norteamericanos. Christopher dijo: “¿Disculpe?”. “¿Nos ama o nos odia?”. Mientras Christopher empujaba la puerta para entrar al vestíbulo dijo sin calidez y sin frialdad, con absoluta equidad: “Depende de cómo se comporten”.

Christopher se aburre con el epíteto de contradictor que lo ha seguido por un cuarto de siglo. Es un autocontradictor: no solo busca la posición más difícil, sino la posición más difícil para Christopher Hitchens. Casi nadie está de acuerdo con él acerca de Irak (sin embargo casi nadie muestra mucho interés en debatirlo). Recordemos también su apoyo a Ralph Nader, su connivencia con la impugnación de cargos contra el odiado Bill Clinton (quien en su nuevo libro, The Quotable Hitchens, ocupa más espacio que ningún otro personaje) y su apoyo a Bush-Cheney en 2004. A menudo, Christopher sufre por sus aislamientos, lo cual es ampliamente conocido y contribuye fuertemente a su magnetismo. Mientras observamos las contorsiones de un Houdini que se encadena a sí mismo, el propio Christopher es el drama. ¿Podría ser ésta la cruz de su carisma? ¿Que Christopher está encerrado en una discusión con él mismo? Sin embargo, la palabra “contradictor” comienza a sonar gastada y si debe haber un epíteto sugiero una precisión: Christopher es un rebelde por naturaleza, con lo que quiero decir que no tiene un respeto automático por nada ni por nadie.

El rebelde es un tipo de ser humano muy extraño. En toda mi vida he conocido solamente a otros dos (mi padre, más o menos hasta sus 45 años, y mi amigo Will Self). Así se detecta a un rebelde: no hacen reverencia o siquiera un gesto de cortesía a sus supuestos superiores (eso no hay necesidad de decirlo); tampoco hacen reverencia o siquiera un gesto de cortesía a los que se puede demostrar que son inferiores a ellos. Si es necesario, Christopher será despiadado con el príncipe, el presidente, el pontífice; y, si es necesario, será despiadado con el taxista, el dueño de un bar (“¿No cambia monedas para usar el teléfono? Está bien, voy a reportarlo con el Consejo de Consumidores”) y con el mesero (“Veo que la propina está incluida, pero usted está diciendo que es opcional. ¿Cuál de las dos es? Escuche, ¿si usted es tan inteligente por qué le sirve a esta gente en semejante pocilga?”). Los modales de Christopher en el día a día son impecables (y completamente democráticos); por supuesto que lo son, porque él sabe que en los modales comienza la moral, pero cada caso es tratado por separado. Tal es la forma de actuar del rebelde. Es una posición vigorizante e incluso seductora y hace que el señor Promedio o incluso el señor Por Encima del Promedio parezcan seres involucionados. La mayoría de nosotros reinamos sobre un caos de vestigios de piedad y prejuicios, inhibiciones casi subliminales, tabúes e instintos de manada, algunos antiguos y otros dinámicamente contemporáneos (como el relativismo moral y la xenofilia apasionada que, al menos en Europa, excluye siempre a los israelíes). Para hablar o escribir sin temor y sin favorecer a nadie (para no escuchar presiones internas), este tipo de voz es invaluable. Por otra parte, como bien sabe el rebelde, la insubordinación compulsiva lo expone a uno al maltrato con heridas autoinfligidas.

Tomemos como ejemplo sus ensayos sobre literatura. En la última década escribió tres reseñas escandalosamente hostiles sobre Ravelstein de Saul Bellow (2000), Terrorista de John Updike (2006) y Sale el espectro de Philip Roth (2007). Cuando las leí me vi una vez más farfullando el consejo de maestra de escuela que le había dado en persona más de una vez: “No les respondas a tus mayores”. El punto es que en estos casos el respeto es obligatorio, porque se ha ganado tras muchos libros y muchos años. ¿Alguien cree que Saul Bellow, quien tenía entonces 85 años, necesitaba que Christopher le recordara en varias ocasiones que los poderes bellowianos estaban desvaneciéndose? (De hecho, si uno lee Ravelstein con respeto, llega a la conclusión de que se trata de un exquisito canto de cisne, lleno de integridad, belleza y dignidad). Si eres un escritor, todos los escritores que te han dado alegrías –como las que le habían dado a Christopher Las aventuras de Augie March y El legado de Humboldt de Bellow, Golpe de estado de Updike y El mal de Portnoy de Roth– están entre tus padres putativos, y los ataques de Christopher fueron fríos y nada filiales. Aquí el irrespeto se vuelve el vicio que con tanta insistencia ejercitó Shakespeare: el de la ingratitud. Y todos los novelistas saben, gracias al rey Lear (que pensaba en sus hijas), cuánto más aguda que los dientes de una serpiente es la ingratitud de un lector.

El arte es libertad. Y en el arte, como en la vida, no hay libertad sin ley. El principio literario fundamental es el decoro, que significa realmente lo opuesto a su definición de diccionario: “Comportamiento que mantiene el buen gusto y la corrección” (es decir, sumisión a un consenso de ovejas). En literatura, decoro significa la concurrencia de estilo y contenido –junto a un tercer elemento que solo puedo expresar vagamente como darle a la obra el peso justo–. No importa cuál es el estilo, ni cuál es el contenido, pero los dos deben coincidir. Si el ensayo es algo así como un arte literario, y lo es, entonces se rige por la misma ley.

He aquí dos citas indecorosas de The Quotable Hitchens: “Ronald Reagan le está haciendo al país lo que ya no puede hacerle a su esposa”. Y sobre el empresario político George Galloway: “La naturaleza cruel, que hubiera podido hacer un perfecto trasero de su cara, ha arruinado el efecto al tomar un ano y tacharlo con colmillos mal pintados”. El crítico D. W. Harding escribió un famoso estudio sobre Jane Austen llamado “Odio regulado”. Aceptamos que el odio es un estimulante, pero no debe volverse un vicio.

La dificultad se ve en su forma más cruda en la desconcertante debilidad de Christopher por los juegos de palabras. Esto no importa tanto cuando el contexto es poco trascendente (simplemente lleva al lector a una pausa), pero un juego de palabras puede estar fuera de lugar en un planteamiento serio. Henry Fowler, el gran vigilante del uso y la gramática de la lengua inglesa, atacó la “suposición de que los juegos de palabras son por sí mismos deleznables… los juegos de palabras son buenos, malos o indiferentes”. En realidad, Fowler estaba equivocado. Christopher acepta en otra parte que “los juegos de palabras son la más baja de las habilidades que se pueden tener con el lenguaje”, pero la verdad es que son el resultado de una ineptitud: irrespetan al lenguaje y lo único que logran hacer es que las palabras se vean estúpidas.

El Christopher verdaderamente citable está lejos de los juegos de palabras. Lo que recordamos de su discurso son las ocurrencias lacónicas; lo que nos emociona de su prosa es su magistral extensión (la antología ideal tendría varios miles de páginas e incluiría capítulos completos de sus memorias recientes, Hitch-22). Los extractos que siguen no son chistes ni burlas, son momentos de cristalización de la lucidez que llevan al lector a preguntarse una y otra vez: ¿si esto es tan obvio, y lo es, por qué teníamos que esperar a que Christopher nos lo mostrara?

“Existe, en los medios norteamericanos, una profunda creencia en que las verdades a medias son mejores que la ausencia absoluta de verdad”.

“Una razón para ser antirracista es el hecho de que ‘raza’ es una construcción sin validez científica. El ADN puede decirte quién eres, pero no qué eres”.

“Una lección melancólica del paso de los años es darse cuenta de que no se pueden hacer ‘viejos amigos’ ”.
Sobre el matrimonio homosexual: “Ésta es una discusión sobre la socialización de la homosexualidad, no sobre la homosexualización de la sociedad; demuestra la propagación del conservatismo, y no del radicalismo entre los homosexuales”.

Sobre Philip Larkin: “La terca persistencia del chovinismo en nuestra vida y nuestras cartas debería ser materia de un estudio crítico y no la ocasión para escandalizarse”.

“Estados Unidos, tu internacionalismo puede y debería ser tu patriotismo”.

“Éste ha sido siempre el absurdo central de la ‘moral’, contrario a lo que pasa con la ‘censura política’: si la cosa tiene, en efecto, una tendencia a depravarse y corromperse, ¿por qué los más depravados y corruptos deben ser los censores que mantienen un ojo vigilante sobre ella?”.

Y uno podría seguir. La máxima de Christopher: “Lo que puede afirmarse sin evidencia, puede desecharse sin evidencia”, ya hace parte del lenguaje y predigo que ocurrirá lo mismo con la siguiente: “Quien niega el Holocausto lo afirma”. ¡Qué justo, qué definitivo! Como las mejores cosas de Hitchens, tiene la fuerza simultánea de una prueba y una ley.

“¿No hay nada sagrado?”, pregunta. “Por supuesto que no”. Y ningún occidental, como señaló Ronald Dworkin, “tiene derecho a no ofenderse”. Aceptamos los errores de Christopher, sus imprudencias, porque son inseparables de su coraje, y la verdadera valentía, axiomáticamente, no da lugar a la discreción.
Como todos saben, Christopher ha dado recientemente el paso del mundo de los sanos al de los enfermos. Se podría decir que lo ha hecho sin el menor estremecimiento y ha escrito acerca del proceso con honestidad y elocuencia incomparables y con el más grande decoro. Sus muchos amigos e innumerables admiradores han llegado a temer el tono de “obituario en vida” de estos textos, pero si la historia tiene que terminar demasiado pronto, entonces su coda incluirá un triunfo.

El demonio personal de Christopher es Dios o, mejor, la religión organizada o el deseo humano de “rendir culto y obedecer”. Él entiende a profundidad que el deseo de adorar y todo lo demás es una reacción directa a lo inmanejable que es la idea de la muerte.

“La religión”, escribió Larkin, “ese vasto brocado musical comido por polillas / creado para pretender que nunca morimos”. Y hay otros indicios imparciales de que la mente secular ha prevalecido. “La vida es una gran sorpresa”, observa Nabokov, “yo no veo por qué la muerte no puede ser mejor”. También por parte de Bellow, en palabras de Arthur Sammler: “¿Es Dios solo el cotilleo de los vivos? Vemos los pájaros que van veloces por la superficie del agua y alguno se sumergirá en ella para no volver a la superficie y no ser visto nunca más… Pero no tenemos pruebas de que no haya profundidad bajo la superficie. Ni siquiera podemos decir que nuestro conocimiento de la muerte es poco profundo. No hay conocimiento”.

Esas ideas todavía nos persiguen, pero ya no tienen el poder de diluir la tinta negra del olvido.

Mi querido Hitch: se ha hablado mucho entre los creyentes de tu inminente adopción de lo sagrado y lo sobrenatural. Esto es una locura, por supuesto. Pero sigo esperando convertirte, a fuerza de fanatismo, a mi propia creencia: el agnosticismo.

En tu influyente libro Dios no es bueno, marcas una distancia muy corta entre lo agnóstico y lo ateo; lo que nos divide a ti y a mí (para volver a citar a Nabokov) es un surco que cualquier rana podría saltar. En otro lugar, escribes que “la medida de una educación es que adquieres alguna noción de las dimensiones de tu ignorancia”, y eso es todo lo que “agnosticismo” significa realmente: un reconocimiento de la ignorancia. Me parece que ese cambio mínimo (que sé que no harás) estaría en consonancia con tu carácter, con tu aceptación de las inconsistencias y las contradicciones, con tu romanticismo intelectual y con tu amor por la vida, que he llegado a considerar mayor que el mío.

El ateísmo es una postura digna de un adjetivo que ninguna persona soñaría con aplicarte: cuaresmal. El agnosticismo, sugiero, es una respuesta ligeramente más lógica y decorosa a nuestra situación –a la indescifrable grandeza de eso que ahora llaman (con vacilación) el multiverso–. La ciencia de la cosmología es un constructo asombroso, a pesar de que todavía es incompleto y aproximado, y que en los últimos treinta años ha cosechado poco más que unas cuantas humillaciones. Entonces, cuando escucho a un hombre declararse ateo, me imagino a una termita emprendedora que, mientras continua en sus tareas, se declara individualista. No puede ser del todo frívolo o ingenuo hablar de una “inteligencia superior”, el cosmos es en sí mismo una inteligencia superior en el simple sentido de que no lo entendemos ni podemos entenderlo.

En fin, no sabemos qué va a pasar contigo ni con todas las demás personas que habitan este plantea. Tu existencia corpórea, oh Hitch, se deriva de elementos liberados por supernovas, por estrellas en explosión. El fuego estelar fue tu útero y el fuego estelar será tu tumba: un camino justo para alguien que siempre ha ardido tan intensamente. La estrella progenitora, ese Útero-H en estado estacionario que llamamos el Sol, pasará de enana amarilla a gigante roja y se hinchará hasta consumir lo que queda de nosotros en unos seis billones de años.

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